“Eres polvo, y en polvo te has de convertir”: Consideraciones del Miércoles de Ceniza
Por Monseñor Martín Gándara.
“Recuerda, hombre, que eres polvo. Y en polvo te has de convertir”
Acuérdate, hombre, que eres polvo
He aquí la primera verdad que nos recuerda la Iglesia en este día, al poner sobre nuestras frentes la ceniza. Lo mismo dijo Dios a Adán, que, que olvidado del polvo de que había sido hecho, presumió ser como Dios y se rebeló contra su Creador: “Polvo eres”.
¡Profunda y provechosa verdad! Reflexiona sobre ella.
Porque, si bien pudo Dios Nuestro Señor crear el cuerpo de Adán de la nada, como creó su alma, más no quiso sino hacerlo de una materia, por una parte, vil y grosera, y por otra parte, visible y palpable, que es el polvo y lodo de la tierra, para que, viendo cada día con sus ojos corporales este lodo, se acuerde continuamente de su origen y principio.
¿Por qué lo hizo así? Primero, para que se humille profundamente y entienda que, de suyo, merece ser despreciado y hollado como lodo; y que no tiene por qué envanecerse, aunque tenga grandes bienes, pues todos se fundan en polvo. Segundo, para que se moviese a amar y servir a su Creador, tan amoroso y poderoso, que de tan vil polvo le levantó a tanta alteza como es ser hombre con la imagen y semejanza del mismo Dios.
De suerte que el polvo y lodo han de servir de despertadores que nos traigan a la memoria nuestro origen y la materia de que fuimos formados. Por lo mismo, imagemonos, cuando los veamos, que nos dicen: Acuérdate que eres polvo; por lo tanto, humillate como polvo; ama, sirve y obedece al Creador, que te sacó del polvo.
Cuando nos llegue la vanagloria con los dones que tenemos, hemos de imaginarnos que el polvo y el lodo, reprimen nuestra vanidad, interrogándonos: ¿De qué te ensoberbeces, polvo y ceniza? ¿por qué te engríes, vaso de barro? Por lo tanto, escarmentemos en el olvidadizo Adán, que, olvido ser polvo, y presumió ser como Dios y de ese modo se rebeló contra su Criador.
¡Oh, Señor Criador amabilísimo!, no permitas en nosotros perjudicial olvido, para que no caigamos en tan grave daño. Esclarece nuestra vista, para que miremos con espíritu el lodo del cual fuimos formados, y ábrenos los oídos, para que oigamos sus clamores, imprimiéndolos en nuestros corazones para que nunca nos olvidemos de ellos.
Y en polvo te has de convertir.
Es la segunda verdad que nos recuerda la Iglesia en este día. Con estas mismas palabras intimó Dios Nuestro Señor a Adán la sentencia de muerte que merecía por su pecado.
¿Qué pretendió con ello?
1o. Castigar su pecado y darnos a entender a todos cuán grave mal es la culpa, pues basta para destruir y convertir en polvo una fábrica tan hermosa y rica como es el hombre; porque, si Adán no hubiera pecado, no moriría, siendo trasladado al cielo en cuerpo y alma, con toda su entereza y perfección; más por su pecado, el alma, es forzada a dejar el cuerpo, y el cuerpo se desmorona y se convierte en polvo.
2o. Que la memoria de la muerte y de que nos hemos de convertir, o sea, en polvo sea la medicina más eficaz de nuestra soberbia, pues, no basta para humillarnos el haber sido hechos de polvo. De modo que el polvo y lodo de la tierra, que vemos y palpamos, no solo es un despertador que nos trae a la memoria el origen de donde comenzamos, sino en el fin donde vamos a parar.
Por eso, cuando le miramos, nos hemos de imaginar que nos esta diciendo: Acuérdate que te has de convertir en tierra y polvo, y que has de ser pisado y hollado como yo. Pues, ¿Por qué tanta soberbia? Hoy somos carne; presto seremos polvo. ¿De qué nos engreímos?
3o. Que el temor de este castigo y de este polvo, en que ha de parar la carne, sea aguijón de nuestra tibieza para hacer penitencia de nuestros pecados, y freno de nuestros bríos sensuales para mortificar nuestras pasiones.
De modo, que, si no basta este aguijón y freno para la memoria del gran beneficio que hemos recibido Dios al sacarnos del polvo de la tierra, baste siquiera el recuerdo de que, cuando menos lo pensemos, hemos de convertirnos en polvo; y así recabe el temor lo que no recaba el amor.
Tomemos, por tanto, el consejo del Profeta que dice: En la casa del polvo, cúbrete de polvo, y pues vives en carne, que es de polvo, y has de morar presto en la casa del polvo, que es la sepultura, cúbrete de ceniza y polvo, haciendo penitencia de tus pecados; y con la memoria de este polvo, polvorea las cosas dulces de esta vida, para que no te lleven tras sí a la muerte eterna.
Acuérdate, Hombre.
Penetremos con atenta consideración el espíritu que está encerrado en las palabras que usa la Iglesia el día de hoy. Que no nos dice: Acuérdate que fuiste polvo; sino: Acuérdate que lo eres de presente.
¿Qué quiere significar con esto?
1o. Que nuestra naturaleza corrompida es tierra y polvo, porque somos inclinados a cosas terrenas, a riquezas, honras y regalos de la carne; y, como polvo, somos inestables y movedizos, dejándonos mover de los vientos de cualquier tentación, especialmente de la vanidad.
Y, si no nos refrenamos, nos convertiremos en tierra y polvo siguiendo nuestras inclinaciones, y eso nos llevará a convertirnos en hombre terrenos, ambiciosos, sensuales y vanos. Por lo cual nos tenemos que humillar grandemente, y temblar de nuestra flaqueza y mutabilidad y del peligro en que vivimos.
2o. Que de tantos y tan graves daños nos podremos librar con la divina gracia, acordándonos que así como nosotros y como todas las cosas terrenas que amamos, se han de acabar y convertir en polvo.
Y con este espíritu, cuando veamos un hombre rico y poderoso, cuyas riquezas y grandezas nos llevaran los ojos tras sí, para que no nos derribe la avaricia y ambición, debemos recordar que es polvo, y que él y su oro y plata en polvo se han de convertir.
Si vemos alguna persona hermosa, para que no nos tiente y venza la lujuria, también debemos recordar que ella y su hermosura es polvo, porque en esto ha de parar.
Con este mismo espíritu, aplicaremos estas palabras a todas las cosas de la tierra, diciéndonos a nosotros mismos: Acuérdate que esto que ves y codicias es polvo y se ha de convertir en polvo; y, si los amamos desordenadamente, seremos polvo y tierra como ello.
Por último. Amemos, por tanto, solamente a Dios y los bienes celestiales, para que, en virtud de su gracia, se nos pueda decir: Cielos somos y en cielo nos convertiremos, transformándonos con el amor en el cielo que amamos.