Las alas de nuestros hijos son el mejor regalo que les podemos dar…
Por Mirna Pineda.
La casa está impecable… y el silencio de la pulcritud abruma.
Se fueron las risas infantiles, los pleitos adolescentes, los zapatos a media sala, la ropa por todos lados.
Tanto batallar para que hubiera orden, para que cada cosa estuviera en su lugar con la esperanza de que logren imitar la limpieza que les servirá para el resto de sus vidas, -según lo dijo nuestra propia madre-.
Duele la limpieza y la quietud.
Duele la ausencia de la algarabía de los hijos, los enojos, la tensión porque no llegan, el regaño porque llegan tarde.
Sobran las palabras, se inundan los espacios con recuerdos, fotografías en papel y digitales, imágenes en movimiento en cálidos y borrosos videos.
Vivimos largos años tejiendo las alas, y apenas pensamos en hilvanar las últimas piezas, cuando en un parpadear de ojos, volaron felices del nido.
Nos desplumaron.
Se nos quedaron las manos frías y el corazón apachurrado.
Han dejado el nido vacío.
Ahora comprendo los sollozos de mi madre y la rigidez de la cara de mi padre.
Apenas ahora entiendo la intención de sus consejos repetidos una y otra vez.
Apenas hoy valoro las bendiciones dibujadas en el aire.
Apenas hoy, muchas décadas después, logro dimensionar el dolor de mis padres cuando dejé la casa para emprender el vuelo hacia nuevos horizontes, creyendo que lo sabía todo.
¡Carajo! ¡Cuánta ingenuidad!
Lo comprendo hoy.
Cuando mis hijas vuelan con esas alas que les tejimos tratando de desenredar la madeja de nuestros propios sueños, imaginando que sus vidas serán aún mejores que las nuestras, cambiando paradigmas, haciendo de lado las limitaciones.
De vez en cuando nos extrañan, lo sé.
Algunas veces envían un emoji, o bien una imagen de 3 segundos en Instagram.
Otras veces hasta nos llaman. A vece, para comentar sobre el viaje maravilloso que harán -y, en el caso de la menor, del dinero que les falta para completar-.
La cereza del pastel es a través del Facetime, cuando caminamos juntas en la distancia, mientras una transita por las nevadas calles de Chicago y la otra cruza los pasillos por el campus de la universidad.
Pero el verdadero regalo es cuando regresan, aunque sea por días y hasta por horas.
Estuvieron en nuestro nuevo nido, al que nos mudamos buscando eficientar los espacios y los gastos. Hubo que regalar, vender y donar infinidad de cosas de la casa grande, que se sentía aún más vacía ante el doble vuelo.
Un día, estando de compras en el supermercado, escuchaba sus risas mientras se pellizcaban y jalaban el pelo como lo hacían de niñas. Siguen conservando esa energía infantil que las une desde la cuna hasta la etapa de pre-adultez.
He de confesar que aunque las extraño en el alma, me siento plena, serena y con mayor energía.
Mis tiempos de trabajo son ahora más eficientes, dedico más tiempo a cultivar la relación con mi esposo, hablamos y salimos de paseo, disfrutamos la mutua compañía y compartimos nuestro nuevo nido. Si, las extrañamos un montón, sin embargo confiamos en que fuimos buenos tejedores de alas, y estamos abiertos a recibirlas y apoyarlas a lo largo de lo que dure nuestra vida.
Hemos decidido disfrutar a pesar de…
Elegir lo que pensamos y sentimos.
Podemos decidir sufrir por sus ausencias, por sus textos cortos y pocas llamadas o bien, agradecer porque recibimos sus mensajes.
Podemos quejarnos y sufrir porque les dimos todo y más, -sin que siquiera lo pidieran-, o podemos agradecer porque somos capaces de dar sin esperar nada a cambio, ni siquiera las gracias.
Podemos echarles en cara su falta de gratitud, y de paso darnos cuenta que ellos aprenden de nuestro ejemplo.
Podemos llorar su ausencia, o bien agradecer que fuimos nosotros los que lentamente, con el paso de los años, les fuimos tejiendo, puntada a puntada, unas hermosas alas para que emprendieran el vuelo majestuoso..
Verlos volar produce un sentimiento encontrado. Quizá sentimos temor de que fallen, de que caigan, sin embargo, habrán de aprender, porque en la escuela de la vida, hay infinidad de lecciones, y aprendemos más, cuando nos equivocamos.
A pesar del dolor del silencio, aflora la satisfacción y el orgullo de haber sido tejedores de sueños, metas y planes, sembradores de semillas de superación, a veces empujándolos del nido para que a pesar del miedo, se lanzan a conquistar nuevos horizontes.
Nuestro nido no se queda vacío, está lleno de gratitud y grandes memorias.
Quizá en algún momento les gane la nostalgia y vengan de visita, y luego regresen a sus nuevos hogares llenos de besos y la energía de nuestros abrazos, igual que hicimos nosotros en el hogar materno y paterno.
Porque nuestros padres tejieron nuestras alas con lo que pudieron, con lo que conocían y creían que era lo adecuado, no necesariamente con lo que nosotros queríamos.
Y tan solo por haberlo intentando, merecen nuestra gratitud.
Porque ahora ponemos en práctica lo heredado y lo aprendido para ser mejores seres humanos, y para que nuestros hijos sean mejores con sus propios hijos.
Esta cadena interminable de herencias y legados emocionales nos compromete a evolucionar cada día.
Las alas de nuestros hijos son el mejor regalo que les podemos dar.
La casa está finalmente limpia y ordenada.
Ya no hay pleitos por quién entra primero al baño, quién se comió el pastel o quien rompió el vaso.
En nuestro hogar habita ahora el bendito placer del silencio y el orden.
Hora de seguir tejiendo nuestras propias alas, esas mismas que nuestra madre y padre hilvanaron en nuestra alma, nos toca ahora reparar, reparar, corregir y ampliar para avanzar.
Es tiempo de emprender y reaprender, porque mi espíritu aún disfruta volar.