Viernes Santo: El camino del Calvario y la Crucifixión
Por Mons. Martín Dávila Gándara.
“Cristo padeció por nosotros dejándonos ejemplo para que sigáis sus pasos” (I Ped., II, 21).
La intención de la Iglesia es que, en esta Semana Santa, los fieles mediten sobre la Pasión de Jesucristo. Nada hay más propio para excitar en nuestras almas vivos sentimientos de contrición, de agradecimiento y de amor.
Por lo tanto, procuremos sacar las más provechosas consideraciones sobre la Pasión de Nuestro Redentor.
Nos dice el Evangelio de San Juan que: “Tomaron a Jesús, que llevando su Cruz, salió al sitio llamado Calvario, que en hebreo se dice Gólgota, donde lo crucificaron” (Jn., XIX, 17-18).
Consideremos como Jesús va a consumar su sacrificio. Y condenado a muerte, nos redime de la condenación eterna pronunciada contra nosotros en el paraíso terrenal. Esto mismo, nos dice San Pablo: “Borrando el acta de los decretos que nos era contra nosotros, quitándola de en medio y clavándola en la cruz”(Col., II, 14). además, Nuestro Señor había dicho: “Cuando Yo seré levantado en lo alto de la tierra, todo lo atraeré a Mí” (Jn., XII, 32).
JESÚS LLEVA SU CRUZ.
1) Apenas Pilato hubo dictado la sentencia, cuando los soldados se apoderaron otra vez de Jesús, y, tras nuevos ultrajes, le quitaron el manto de púrpura, le hicieron tomar sus propios y lo condujeron al lugar donde debían crucificarle.
Y el Salvador, cargado con la cruz, se dirige hacia el lugar llamado Calvario, en hebreo Gólgota. Como un manso cordero soporta en silencio toda suerte de injurias y excesos. Así como dice San Pablo: “Se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” por nosotros (Fil., II, 8).
¡Oh!, ¿quién podrá decir con qué amor se abrazó y besó aquella cruz venerable, que iba a ser el altar de su sacrificio, mientras interiormente rogaba a su Padre se dignase aceptar la oblación de su cuerpo y de su sangre?
En la intención de los judíos, la cruz debía deshonrar a Jesús. Habíanse apropiado, y aspiraban con todas sus fuerzas a realizarlo, el execrable deseo de sus padres. Así como predijo Jeremías: “Exterminémosle de la tierra de los vivientes; y no quede más memoria de su nombre” (Jer., XI, 19).
Pero la justicia divina hizo lo contrario: la cruz, convertida en señal de honor, en trofeo de victoria, resplandece por todas partes, al paso que la ignominia se fijó indeleble en la frente de los que crucificaron a Jesús.
En cuanto al Salvador, su cruz de madera fue el instrumento de nuestra redención, el arma de combate con la cual triunfó del tiránico dominio de Satanás. Jesús cargó con el pesado madero de cruz. ¡Qué terrible suplicio! Ya que era la carga de nuestros pecados. Por eso dice Isaías que el justo: “Cargará con las iniquidades de ellos” (Isa., LIII, 11).
2) El Señor caminaba, pues, penosamente por el camino del Calvario. Para representárnoslo, aunque imperfectamente, sería preciso reunir como en un haz todos los sufrimientos que soportaba desde algunas horas antes: la agonía de Getsemaní, la flagelación o latigazos, la coronación de espinas. De esto decía muy bien, el libro de las Lamentaciones I, 12: “¡Oh vosotros cuantos pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor comparable a mi dolor”.
San Ignacio de Antioquía llamó leopardos, por causa de su crueldad, a los soldados que le custodiaban y le conducían a Roma para ser allí martirizado; ¿con qué nombre habría que llamar a los feroces soldados que arrastraban a Jesús por el camino del Calvario? Según la tradición, el Señor cayó tres veces ¡Cuánto debió de padecer en estas caídas!
3) La tradición cuenta, además, que María, la tierna Madre de Jesús, impulsada por el amor de su Hijo. Fue a esperarle en el recodo de una calle. Contemplemos a esta Madre de Dios, pálida, vacilante y temblorosa, los ojos enrojecidos por las lágrimas, transida de angustia y de dolor, tendiendo los brazos.
¡Qué desgarradora escena!, ¡qué arranque de compasión y de amor del corazón de María a Jesús, y del corazón de Jesús a María!
Luego, los soldados los separaron violentamente, cubriéndolos de burlas y de injurias. “Oh Madre, fuente de amor, has me sentir tu dolor para que contigo llore! Canta la Iglesia en la Secuencia “Stabat Mater”.
4) Temiendo los verdugos ver sucumbir a Jesús antes de llegar al Calvario, obligaron a un hombre llamado Simón de Cirene, a llevar la cruz detrás de Jesús. Parece que Simón no se prestó a ello primeramente sino que con repugnancia. Como dice S. Mateo XXVII, 32; pero, tocado por una gracia especial, lo hizo luego gustosamente.
He aquí una importante lección para nosotros. Simón representa a todos los cristianos: y, si Jesús quiso ser ayudado a llevar la cruz, fue para hacernos comprender que todos somos llamados a ayudarle a llevar su cruz, es decir, a sufrir con Él, a seguirle generosamente.
Por eso, Nuestro Señor continuamente nos esta llamando diciéndonos: “Si alguno quiere venir en pos de Mí, renúnciese a sí mismo, y lleve su cruz cada día, y sígame”.
¡Oh Jesús! Tú que conoces nuestra flaqueza, concedenos, como a Simón, una gracia especial para que podamos, sin quejarnos, llevar nuestra cruz.
5) No lejos de allí, una mujer rica y distinguida, a quien la tradición da el nombre de Veronica, se acercó para ofrecer algún alivio a Jesús, enjugando su rostro divino todo manchado de sangre y salivas. La efigie del divino rostro quedó gravada en aquel velo, que todavía se venera en Roma. El Salvador quiso recompensar así a esta piadosa mujer por su animoso acto.
6) Seguía a Jesús, dice San Lucas, una gran muchedumbre de pueblo y de mujeres que se daban golpes de pecho y se lamentaban de Él. Más volviéndose Jesús hacia ellas, les dijo: “Hijas de Jerusalén, no lloréis por Mí; porque yo soy inocente, y he querido estos tormentos y esta muerte para salvar al mundo y para merecer la gloria que mi Padre me destina.
Pero llorad por vosotros y por vuestros hijos. Porque presto vendrán días en que se diga: Dichosas las estériles, y dichoso los vientres que no concibieron, y los pechos que no dieron de mamar. Entonces comenzarán a decir a los montes: Caed sobre nosotros, y a los collados: Sepultadnos. Pues si al árbol verde le tratan de esta manera, en el seco, ¿qué se hará?”. (Lc., XXIII, 27-31)
Jesús aprueba y acepta la compasión de aquellas mujeres, pero una cosa le conmueve y le desconsuela, la pérdida de las almas, el endurecimiento de los judíos y de los pecadores. He aquí por qué les recomienda la penitencia y la compunción de corazón.
Porque si Dios no perdonó a su propio Hijo inocente viéndole cargado de nuestros crímenes, ¡qué tormentos no deben esperar los pecadores que le rechazan! Lloremos, pues, sin cesar nuestros pecados, hagamos dignos frutos de penitencia.
JESÚS ES CRUCIFICADO.
1) Cuando hubieron llegado al lugar llamado Calvario, le dieron a beber vino mezclado con hiel. El Salvador, habiendo probado, rehusó beberlo, para no disminuir en nada la cruel sensación de sus dolores.
2) Era cerca del mediodía, y “crucificaron”, y con Él a otros dos, que eran ladrones, uno a cada lado, y Jesús en medio. ¡Oh!, ¿quién podrá decir los espantosos dolores que debió de sufrir al ser expuesto a las miradas lascivas y a las burlas de aquel infame populacho?
3) San Lorenzo Justiniano pinta al vivo las horribles torturas de Jesús en la cruz durante las tres largas horas de su agonía: Dice: “Nuestro divino Mediador estaba enclavado al madero de la cruz, y no había absolutamente nada que endulzase su dolor, porque, dentro de Sí no sentía más que angustias, y no oía en torno suyo sino palabras ultrajantes.
Tenía la cabeza traspasada de espinas y no encontraba nada donde apoyarla; tres clavos clavos solamente tenían suspendido, y como en equilibrio en la cruz, su cuerpo desgarrado. Así soportaba tormentos sobre tormentos; los mismos esfuerzos que intentaba para disminuirlos no tenían otro efecto que recrudecerlos de una manera imposible de imaginar”.
María, el discípulo amado y las santas Mujeres presentes, prorrumpieron en sollozos y en lamentables gemidos. Pero, entre tanto, rugía el infierno y los enemigos de Jesús lanzaban gritos de feroz alegría.
Adoremos nosotros, llorando, al Cordero de Dios, pidiéndole perdón de nuestros pecados y rogándole que nos purifique con su preciosa sangre, y por que ser esos bienaventurados de los que habla el Apocalipsis XXII, 14: “Bienaventurados los que lavan sus túnicas en la sangre del Cordero”.
4) Durante la agonía de Jesús, los verdugos se repartieron, echando a suertes, sus vestidos, y el populacho incrédulo y hostil no cesó de burlarse de Él, blasfemando y meneando la cabeza con desprecio le gritaban:
“Hola, tú que derribas el templo de Dios, y en tres días lo reedificas, sálvate a ti mismo; si eres el Hijo de Dios desciende de la cruz. ¿A otros ha salvado, y no puede salvarse a sí mismo? Si es el Rey de Israel, baje ahora de la cruz y creeremos en Él. Él pone sus confianza en Dios; pues si Dios le ama, líbrele ahora, ya que Él mismo decía: Yo soy el Hijo de Dios” (Mt., XXVII, 40 y sigs.).
¡Oh, Jesús!, ¡cuán grande es tu paciencia! Y recuerda lo que nos dijiste con el Profeta Ezequiel: “Que no quieres la muerte del pecador, sino que se convierta y viva” (Ez., XVIII, 23).
Por último, pidamos al Señor que nos atraiga hacia Él, para que le amemos y le glorifiquemos como lo desea y merece acá en la tierra, y tengamos después de esta vida la misma felicidad en el cielo por toda la eternidad. Amén.